Volcán

Jimmy Hendrix el trueno eléctrico

Leo en un diario: ¡la gran burbuja china asusta al mundo!, e inmediatamente me vienen los recuerdos infantiles de cuando el peligro amarillo, que antes fuera rojo y para los rojos blanco, no descartando que tras este abanico de temores cromáticos se asiente la luminosa idea creativa que llevó a Krzysztof Kieślowski, a guionizar y dirigir la maravillosa triología cinematográfica: tres colores, azul, rojo y blanco. Quiere decirse que lo que se dicen largos periodos de tranquilidad, de haber existido, no se conocen o nadie se ha dignado dejar testimonio de ellos. En cuanto a lo de vivir en un sin vivir, no era estado de ánimo patrimonio personal de Teresa, la Santa de Ávila, sino habitual tendencia del común de los mortales ante el azaroso mañana, del cual, pese a tanto discurso de fingida indiferencia, ni los estoicos se escapaban. Nada nuevo, pequeñas bocas volcánicas presumiblemente fáciles de surfear. El problema es cuando la madre Tierra, como ahora está ocurriendo en la isla de La Palma, ruge de verdad. Contra ello, como contra los sanguinarios tiranos de ayer y siempre, la única salida consiste en correr. Desplazarse inmediatamente a otro lugar. Con lágrimas en los ojos y tristeza en el corazón, pero sin volver la vista atrás. Porque los volcanes son el directo recuerdo de aquel lejano padre y madre de todas las erupciones posteriores, el Big Bang o gran explosión, según el parecer de la Ciencia, punto de partida que originó entero el Universo, ese inescrutable y confuso límite entre el orden y el caos, lo vivo y lo inerte, con sus enanas blancas y sus agujeros negros. Desde entonces un inmenso tiovivo rige el destino de todo lo existente y la minúscula vida de cada cual, es similar a un pequeño volcán imposible de controlar. Aunque bien pudiera ser, como José José nos alecciona con la romántica canción Volcán (1978), factura creativa de Rafael Pérez Botija, que lo peor de un volcán no es su capacidad de erupción, sino ser un volcán apagado. Pincha aquí

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